Los hombres del Paleolítico viajaban mucho. Huían ante los numerosos sismos que sacudían la Tierra, y, sin detenerse se preocupaban la comida. Vivían de la caza, la pesca y de la recolección de semillas.
Su existencia era difícil. Durante los grandes fríos se albergaban en el interior de cavernas. Las inundaciones los obligaban a refugiarse en las cumbres. El hambre los hacía caminar sin tregua, en busca de unos alimentos que, con frecuencia, resultan precarios.
Sus sentidos, constantemente alerta, poseían una agudeza que nosotros hemos perdido. Durante sus desplazamientos continuos y dispersos se impuso la necesidad de fijar unos puntos de referencia. Precisaban de una guía. El hombre la encontró en la observación del curso del Sol de las estrellas. Los movimientos solares le sorprendían; seguía minuciosamente su evolución, que provoca el sueño, y era semejante a la muerte. Este astro, que generosamente distribuía su luz y calor, tenía para él el aspecto de un Salvador. Comprendía que no podía vivir sin el.